Del tianguis a la genómica

Banquete prehispánico. Códide Florentino.

Unos meses atrás, cuando reseñé Alimentos: del tianguis al supermercado, de Agustín López-Munguía Canales, él respondió con un amable comentario, en el que mencionó entre otras cosas su deseo de poner al día el libro, cuya primera edición apareció en 1995. «Si bien lo prehispánico no caduca, ya lo moderno requiere una actualización», escribió. Sería estupendo, pensé.

Así que no desaproveché la primera oportunidad de preguntarle cuáles serían a su juicio los aspectos que mayormente necesitan actualizarse. Me recordó López-Munguía que en la introducción, antes de que el protagonista emprendiera su viaje al pasado con la ayuda de una torta de queso de puerco, se hablaba del proyecto del genoma humano, «que en aquel entonces era eso, un proyecto», el cual intentaba determinar el arreglo de las bases en todos y cada uno de los cromosomas del ser humano. Como es bien sabido, el proyecto se coronó con un éxito más que espectacular.

En 2001, cuando Del tianguis al supermercado alcanzaba su tercera reimpresión, el International Human Genome Sequencing Consortium y la entidad privada Celera Genomics, con Craig Venter a la cabeza, hicieron públicos los dos primeros «borradores» de la secuencia del genoma humano, en sendos artículos que aparecieron casi al mismo tiempo en las revistas Nature y Science (píquenle a estos enlaces si desean ver los textos originales). A partir de ahí, la investigación genómica ha hecho progresos gigantescos. «Hoy se conoce el genoma hasta del mexicano», bromeó López-Munguía; «se han secuenciado genomas de plantas (maíz, arroz, etc.), de animales y de varios cientos de bacterias. Lo que llevó años secuenciar, el genoma humano, hoy se puede hacer en una semana, gracias al perfeccionamiento de nuevos métodos y equipos».

Craig Venter y Francis Collins, líderes de la secuenciación del genoma humano, en la portada de la revista Time.

El proyecto del genoma humano cambió para siempre la imagen que se tenía de cómo funciona nuestro aparato genético (y, por ende, el de todos los seres vivos). Por ejemplo, se descubrió que el genoma humano contiene menos genes de lo que se creía o se esperaba. Hay alrededor de 25,000 genes codificadores de proteínas, en contraste con los cálculos previos de 100,000, 200,000 o quizá más. Parece demasiado poco para la complejidad de nuestros organismos, pero también se descubrió que unos genes interactúan con otros y pueden producir más proteínas diferentes de lo que antes se pensaba.

En vez de la relación lineal «un gen, una proteína», se descubrió que hay genes capaces de codificar toda una variedad de proteínas. Ahora bien, eso significa que 98.5% de nuestro ADN no codifica proteínas. Pero resulta que también se vino abajo la idea —muy común a fines del siglo pasado— de que el ADN no codificador es meramente basura del proceso evolutivo, prácticamente sin función biológica. Se comprobó, más bien, que mucho de ese ADN tiene funciones específicas en la regulación del funcionamiento de los genes. «Ya no parece haber motivo para seguir hablando de ADN basura», subrayó no hace mucho el doctor Francis Collins, director de los Institutos Nacionales de Salud de los EUA, en declaraciones a National Geographic. Collins sabe de lo que habla, pues fue uno de los líderes del proyecto del genoma humano.

Estos dos ratones son genéticamente iguales. Ambos tienen un gen que se expresa en gordura, pelaje amarillo y varios males. La madre del ratón de la izquierda recibió una dieta normal mientras estaba preñada. En contraste, la madre del ratón de la derecha recibió una dieta adicionada con ácido fólico, vitamina B12, colina y betaína, con lo cual el gen fue silenciado. Este experimento, realizado por Randy Jirtle y Robert Waterland, y dado a conocer en 2003, ha pasado a ser uno de los clásicos de la epigenética. (Foto: Jirtle y Waterland.)

Asimismo, se ha venido a confirmar que no todo lo que somos biológicamente está escrito en nuestros genes y que, como lo habían subrayado varios autores desde la década de 1980, hay situciones en que la genética clásica no tiene una explicación plausible y se tiene que considerar la acción de factores ambientales sobre la expresión o no expresión de los genes. A esto se le ha llamado epigenética, término que hoy designa el estudio de todos los cambios heredables que no implican modificación en la secuencia del ADN. Un cambio epigenético altera el fenotipo sin cambiar el genotipo, como lo ilustra el célebre experimento de Randy Jirtle y Robert Waterland con ratones agutí (ver la foto). Los mecanismos epigenéticos se conocen apenas en parte; el que mejor se entiende es la metilación del ADN.

Una de las consecuencias del progreso de la genómica es el surgimiento de una nueva y prometedora disciplina científica, la genómica nutricional, que examina las interacciones entre los genes y los nutrientes (o nutrimentos, como es más correcto llamarlos, de acuerdo con varios expertos). La genómica nutricional tiene dos grandes vertientes: la nutrigenética y la nutrigenómica, que se refieren, dicho de manera muy esquemática, la primera, a cómo influyen los genes en la acción de los nutrientes, y la segunda, a cómo influyen los nutrientes en la acción de los genes. La nutrigenómica claramente se empalma con la epigenética, pues los nutrimentos y los variados fitoquímicos que ingerimos junto con ellos pueden interactuar directamente con las señales genéticas, o indirectamente, por medio de sustancias generadas en el metabolismo. El resultado son variaciones muy considerables en el estado de salud de las persona.

Ojalá López-Munguía realice pronto su intención de poner al día Del tianguis al supermercado. Mientras tanto ha escrito otros amenos e informativos trabajos, entre ellos El metro, los alimentos y la biotecnología, que toca algunos de estos temas y que también le ha encantado a mis alumnos. Si lo quieren conseguir —es gratis— ingresen al sitio del Instituto de Biotecnología de la UNAM (en este enlace); una vez ahí, busquen en la columna de la izquierda el enlace a los libros y documentos en línea. Hay varios, todos muy útiles.

Agradezco al doctor Randy Jirtle —actualmente investigador del Departamento de Oncología  de la Universidad de Wisconsin-Madison— su amable visto bueno para la utilización de la fotografía de los ratones.