El nacimiento de la tabla periódica

Atenea nace de la cabeza de su padre.

Atenea brota de la cabeza de Zeus. Imagen tomada de una vasija griega antigua. Wikimedia Commons.

En la mitología griega, la diosa Atenea nació enterita y guerrera de la cabeza de su padre, Zeus. Éste sufría una jaqueca horrible y le pidió a otro dios que lo curara dándole un hachazo en plena coronilla. Zeus recibió el golpe y ahí brotó Atenea.

La imagen me viene a la mente siempre que leo historias de grandes hallazgos teóricos en la ciencia, cuando el descubridor, después de mucho cavilar en un problema —su dolor de cabeza—, termina un día por dar a luz una teoría novedosa y revolucionaria.

La primera tabla periódica de los elementos nació más o menos de ese modo. El 17 de febrero de 1869, el hoy famoso químico ruso Dimitri Mendeléiev (1834-1907) canceló una visita que iba a hacer a una fábrica de quesos a la que estaba invitado y se puso a elaborar una tabla de los 63 elementos entonces conocidos, ordenándolos según su peso atómico y sus propiedades químicas. Mendeléiev, que llevaba unos diez años pensando en el asunto, confirmó entonces definitivamente su idea de que, si todos los elementos químicos se disponen en orden creciente de su peso atómico, se manifiesta una “repetición periódica” de propiedades:

Surge así la ley periódica o de la periodicidad: las propiedades de los elementos, al igual que las formas y propiedades de los compuestos que originan, se hallan en dependencia periódica o son una función periódica de la magnitud de sus pesos atómicos [Principios de química].

Unos días después saldrían de la imprenta 200 ejemplares de esta primera tabla, los cuales el científico ruso envió a químicos de toda Europa. El 6 de marzo, un colega dio a conocer la tabla en una asamblea de la Sociedad Rusa de Química, que recibió el descubrimiento con fuertes aplausos. La tabla periódica de Mendeléiev no tardó en aparecer en las revistas científicas europeas.

Mendeléiev y la tabla periódica. Monumento en Bratislava.

Monumento a Mendeléiev en Bratislava, Eslovaquia. Foto: Guillaume Speurt (Flickr Creative Commons).

Tabla profética

Mendeléiev no era el único que había observado cierta correlación entre los pesos atómicos y las propiedades de los elementos.

El químico inglés John Alexander Reina Newlands, casi al mismo tiempo que Mendeléiev, se dio cuenta de que, si los elementos se ordenan según su peso atómico, cada siete elementos surgía uno de propiedades químicas semejantes a las del primero, de lo que concluyó que los elementos químicos, como las notas musicales, siguen una ley de las octavas. Por su parte, el químico alemán Julius Lothar Meyer descubrió también una ley periódica, con la que pudo elaborar una especie de gráfica de los elementos, la cual publicó en 1870.

Exposición sobre la tabla periódica

Grupo de doce elementos de una exposición permanente de la Universidad de Oregon sobre la tabla periódica. Foto de Wolfram Burner (Flickr Creative Commons).

Pero hay diferencias muy importantes entre el hallazgo de Mendeléiev y los de sus colegas. Meyer, por ejemplo, se concentró en las propiedades físicas, mientras que Mendeléiev estaba bien familiarizado con las propiedades químicas y fueron éstas las que tuvo más en cuenta. Y, por encima de eso, lo más significativo es que la primera tabla periódica, la de Mendeléiev, incluía varios huecos para elementos todavía no descubiertos y hasta predecía cuáles serían los pesos atómicos de algunos de ellos, así como sus principales propiedades físicas y químicas.

Mendeléiev, como él mismo lo puso de relieve más tarde, había encontrado, en efecto,

la posibilidad de pronosticar las propiedades de elementos aún desconocidos, cuando están rodeados de conocidos. Esto nos permite ver que la ley periódica no sólo es útil para describir lo conocido, sino también para penetrar en lo desconocido. En la década de 1870 se desconocía la existencia de algunos elementos, pero sus huecos, casillas vacías, quedaron ubicados en la tabla periódica [Principios de química].

De ahí que se haya llamado muchas veces a Mendeléiev el profeta de la química moderna.

Nuestra actual tabla periódica de los elementos ya no es la misma que elaboró Mendeléiev. No sólo se han descubierto los elementos que entonces faltaban, sino que otros descubrimientos —los elementos transuránicos, muy especialmente— han obligado a reorganizar parcialmente la tabla, en especial para acomodar la serie de los actínidos. Entre los elementos transuránicos figura el mendelevio, bautizado así por sus descubridores.

La posibilidad de hacer predicciones basadas en el principio de periodicidad no paró con Mendeléiev. Glen T. Seaborg, uno de los descubridores de los elementos transuránicos, modificó la tabla periódica para colocar los elementos actínidos debajo del cuerpo principal de la misma. Su modificación hizo posible predecir con exactitud las propiedades de elementos transuránicos aún no descubiertos. Seaborg, por cierto, estuvo entre los galardonados con el Premio Nobel de Química de 1951.

El congreso de Karlsruhe

Estoy convencida de que el intercambio de ideas y el debate civilizado son poderosos catalizadores del progreso científico. El camino al hallazgo de 1868 pasó por un notable acontecimiento en la historia de la ciencia: el primer congreso internacional de química, celebrado ocho años antes.

A mediados de 1860, docenas de químicos de Europa recibieron una invitación a reunirse ese mismo año en la ciudad alemana de Karlsruhe. La convocatoria fue idea del gran químico orgánico Friedrich August Kekulé (1829-1896), preocupado por las discordias que había entre los químicos profesionales europeos sobre nomenclatura, notación, pesos atómicos y el propio concepto de átomo.

Se carecía, entre otras cosas, de un sistema uniforme para la formulación de las sustancias químicas, al grado de que, a veces, una misma fórmula representaba diferentes compuestos o un mismo compuesto se representaba con distintas fórmulas. Kekulé atestiguaba, por ejemplo, haber encontrado hasta 19 fórmulas diferentes para el ácido acético. A ello se añadía la confusión entre pesos atómicos y pesos moleculares, derivada de que tampoco se tenía del todo clara la diferencia entre átomos y moléculas.

Cannizzaro

Stanislao Cannizzaro, uno de los protagonistas del congreso de Karlsruhe, reunido del 3 al 5 de septiembre de 1860. Las ideas de Cannizzaro tuvieron poderosa influencia en Mendeléiev y Meyer, descubridores del principio de periodicidad de las propiedades de los elementos químicos. Imagen de Wikimedia Commons.

Convencido de que una gran reunión en que los químicos más importantes del mundo intercambiaran opiniones podría ayudar a superar las “diferencias de opinión teórica que han surgido”, Kekulé se puso al habla con sus colegas Adolphe Wurtz y Carl Weltzien, con los que acordó la organización de lo que sería el primer congreso internacional de química. Pronto, los tres despacharon las invitaciones, en francés, inglés y alemán. El 3 de septiembre 140 personas se presentaron en Karlsruhe para la apertura de la reunión, que duró hasta el día 5. Entre los asistentes estuvieron Mendeléiev y Meyer.

El congreso terminó sin un acuerdo definitivo sobre el problema de los pesos atómicos y moleculares. Pero el químico italiano Stanislao Cannizzaro hizo un insistente esfuerzo por convencer a sus colegas de que las moléculas son entidades en verdad diferentes de los átomos y en la última jornada repartió copias de un escrito suyo sobre pesos atómicos, en el que utilizó explícitamente el trabajo previo de su compatriota Amedeo Avogadro (1776-1856). El escrito, titulado Sunto di un corso di filosofia chimica, hacía la distinción entre peso atómico y peso molecular. De su importancia en toda esta historia me dio cierta idea lo que después escribiera Julius Lothar Meyer: que el trabajo de Cannizzaro le abrió los ojos.

Sospecho que tuvo un efecto parecido en Mendeléiev, quien, en sus Principios de química, anota: “Con la aplicación de la ley de Avogadro, el concepto de molécula queda perfectamente definido y, por ende, la noción de peso atómico”. Lo demás ya se los conté y lo pueden completar con los libros que menciono abajo.

Lecturas recomendadas

Esteban Santos, Soledad (2009). La historia del sistema periódico. Madrid: Universidad Nacional de Educación a Distancia.

García, Horacio (1990). El químico de las profecías, Dimitri I. Mendeléiev. México: Pangea Editores.

Mendeléiev, D. (1905). The Principles of Chemistry. Tercera edición en inglés; traducción de George Kamensky. Nueva York: Longsman, Green, and Co. [Las citas de Mendeléiev que he puesto en el artículo vienen de este texto del químico ruso.]

Scerri, Eric R. (2011). The Periodic Table: A Very Short Introduction. Oxford University Press.

Mucho ojo

Infograma 1 de protección ocular

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De coloides

Humo sobre Vancouver

Humo sobre la ciudad de Vancouver. Foto de Mathew Grapengieser. Flickr Creative Commons.

—Maestra, ¿el humo es un gas?

La carita del chico revela que él ya sabe que el humo no es un gas, pero quizá ha tenido una polémica con algún compañero y quiere estar ciento por ciento seguro, posiblemente obtener más información para dar el argumento definitivo.

—No, el humo no es un gas. Es un coloide. ¿Sabes lo que es eso?

Se me queda viendo, en espera de una explicación. Se la doy y una gran sonrisa le ilumina el rostro; va a ganar el debate sin duda. Voy a darles a ustedes la misma explicación (pero un tanto más amplia, que es una de las ventajas de poner las cosas por escrito).

En lo que se conoce en química como solución, las partículas de la sustancia disuelta, es decir, el soluto, son de tamaño molecular. Podemos decir que las moléculas del soluto y el solvente se encuentran entremezcladas de manera homogénea.

A mediados del siglo xix, el químico italiano Francesco Selmi (1817-1881) emprendió trabajos con varias sustancias como el sulfuro de plata y el azul de Prusia, que son muy poco solubles, y demostró que en ciertas condiciones es posible obtener lo que parecían ser soluciones de esas sustancias. Estas soluciones aparentes se parecían en mucho a las de albúmina, cola o almidón. En 1861, el químico escocés Thomas Graham (1805-1869) hizo notar que las sustancias presentes en estas soluciones coloidales se difunden muy lentamente, lo cual quiere decir que las partículas presentes en una solución coloidal tienen que ser más grandes que aquéllas presentes en una solución verdadera. Graham, por cierto, fue el primero en usar el término coloide en relación con estos sistemas.

Hubo algo de polémica; en la ciencia siempre la hay a todos los niveles, no sólo entre chicos escolares. La cuestión era si se podía considerar a las soluciones coloidales sencillamente soluciones con partículas muy grandes. Graham demostró que las soluciones coloidales no pueden pasar el papel pergamino, mientras que los solutos de una solución verdadera sí pasan. Inventó así el proceso conocido como diálisis, el cual hace posible separar coloides de un sistema que contiene tanto coloides como sustancias en solución verdadera. Es éste el principio que se utiliza en medicina para la hemodiálisis, el llamado lavado de la sangre, inventado en plena Segunda Guerra Mundial por un médico holandés.

Paciente durante el procedimiento de diálisis.

Había otra dificultad. En ninguna solución coloidal vista al microscopio, aun con la máxima ampliación, era posible ver las partículas grandes que eran de esperarse si Graham tenía razón. Esto se resolvería más adelante con la invención del ultramicroscopio, asunto al que volveré en unos momentos.

Trabajos posteriores permitieron determinar el tamaño de las partículas coloidales, que resultó ser más o menos entre 1 y 200 nanómetros (un nanómetro es igual a la milmillonésima parte de un metro o una milésima de micra). Y justamente en la actualidad definimos una dispersión coloidal —o simplemente coloide— como un sistema en el que una sustancia dividida en partículas ubicadas dentro de ese rango de tamaños se halla dispersa en otra sustancia, a la que se llama sustancia dispersora o medio de dispersión. También es frecuente referirse a los componentes de un sistema coloidal como fase dispersa y fase dispersante.

Los coloides se hallan en una posición intermedia entre las dispersiones gruesas (suspensiones y emulsiones con partículas de tamaño mayor a 0.1 de micra) y las soluciones verdaderas (partículas de tamaño menor a 0.001 de micra). Las partículas coloidales pueden consistir de muchos átomos, iones o moléculas agrupados, pero también pueden ser moléculas gigantes, pues hay sustancias cuyas moléculas son tan grandes que caen en el rango de partícula coloidal, como ocurre con algunas proteínas y polisacáridos. Hay un cierto tipo de agregados de moléculas, llamados micelas, que forman la fase dispersa de muchos coloides.

Faraday, retato al óleo

Michael Faraday. Retrato al óleo pintado por Thomas Phillips en 1842. Wikimedia Commons.

El tamaño de las partículas coloidales produce una de las características distintivas de las dispersiones coloidales. A menos que estén muy diluidas, estas dispersiones se ven opacas o turbias, pues las partículas coloidales, por su tamaño, dispersan la luz con bastante eficacia. Si un rayo de luz atraviesa el coloide, las partículas coloidales dispersan la luz hacia los lados, en ángulo recto a la dirección del rayo, lo cual nos permite ver el rayo de luz en el coloide cuando lo observamos de lado. Este fenómeno se conoce como efecto Tyndall-Faraday, en honor a sus descubridores, Michael Faraday (1791-1867) y John Tyndall (1820-1893).

En dicho efecto se basa el ultramicroscopio, invención que le valió a Richard Adolf Zsigmondy (1865-1929) el Premio Nobel de Química en 1925. A través del ultramicroscopio se observa la luz que dispersan las partículas coloidales. No se ven éstas directamente, sino los patrones de difracción que producen.

Pueden encontrar una breve biografía de Zsigmondy aquí.

Los coloides en que las partículas coloidales están dispersas en agua se conocen como hidrocoloides. Los hidrocoloides pueden tomar la forma de sol o de gel. En la forma de sol, el coloide presenta en lo principal las características de un líquido; es el coloide más parecido a una solución común. En la forma de gel, el hidrocoloide presenta las características básicas de un sólido.

Hay hidrocoloides reversibles, que pueden existir en cualquiera de los dos estados y alternar entre sol y gel. Un ejemplo de éstos es el agar, polisacárido que se extrae de ciertas algas marinas. El agar forma un gel cuando se dispersa en agua y se usa para solidificar medios de cultivo de microorganismos, así como para espesar alimentos (¡aunque también es laxante!)

El medio de dispersión de un coloide no tiene que ser por fuerza un líquido. Tenemos coloides en los que un líquido o un sólido se encuentra disperso en un gas. Como el aire es el medio de dispersión más común de estos coloides, los llamamos aerosoles.

La niebla es un coloide; el humo es otro.

La niebla es un aerosol formado por partículas de agua dispersas en el aire. En el caso del humo, lo que tenemos es un aerosol formado por partículas sólidas resultantes de la combustión incompleta de un combustible, dispersas en el aire.

Hay también sólidos dispersos en sólidos, como el ópalo y el rubí. Hay una familia de sistemas coloidales complejos en los que es prácticamente imposible distinguir entre fase dispersa y fase dispersante, ya que ambas están formadas de retículas entrelazadas. Hay coloides múltiples, en los que coexisten varias fases dispersas; entre ellos figuran biocoloides como la leche. Ciertos productos no se pueden clasificar sencillamente como soles, emulsiones o espumas, dado que contienen las tres dispersiones al mismo tiempo.

A decir verdad, muchos de los materiales que nos rodean —y un buen número de los que llevamos dentro— son coloides. Entre ellos se cuentan productos de limpieza, medicamentos, gelatinas, pinturas, tintas, pegamentos, etc. La elaboración de muchas fibras sintéticas, como el nailon, depende del uso de coloides. Lo mismo se puede decir de multitud de alimentos procesados.

La ciencia de los coloides es esencial para entender los procesos biológicos. Por mencionar un ejemplo, la formación de micelas es indispensable para la absorción de ciertos lípidos, como la lecitina, y de vitaminas liposolubles, como la A y la D, en nuestro organismo. Las funciones celulares dependen asimismo de las propiedades de los coloides. El citosol, la porción fluida del citoplasma, es una dispersión coloidal; el plasma sanguíneo es otra.

La ciencia de los coloides está en pleno florecimiento. Basta pensar un momento en las dimensiones de las partículas coloidales para darse cuenta de que la ciencia de los coloides está muy relacionada con lo que se conoce hoy día como nanotecnologías. Aunque no es la única ciencia que interviene en este campo tecnológico —otras, como la física del estado sólido, también tienen un papel central—, la ciencia de los coloides ha aportado las bases para crear sistemas avanzados de diagnóstico, métodos refinados de administración de fármacos, biomateriales, productos industriales novedosos, etc.

Lecturas

A los estudiantes de bachillerato que quieran adentrarse en la ciencia de los coloides les sugiero leer el amplio e instructivo capítulo que le dedican R. E. Dodd y P. L. Robinson en su libro Química inorgánica experimental, publicado por Editorial Reverté.

A los que ya se sientan familiarizados con el tema quizá les convenga seguir con Principles of colloid and surface chemistry, de Paul C. Hiemenz y Raj Rajagopalan.

Otro libro sumamente recomendable es The Colloidal domain: where physics, chemistry, biology and technology meet, de D. Fennell Evans y Hakan Wennerström.

Por lo demás, abundan los trabajos sobre aspectos específicos de la ciencia de los coloides y sus aplicaciones tecnológicas, aptos para estudiantes que dominen ya los fundamentos. Pueden buscarlos en bibliotecas, librerías especializadas y en la red (usando la sección de búsqueda de libros de Google, por ejemplo).

El dibujo del paciente durante el procedimiento de diálisis fue tomado del sitio Enfermos Renales. La fotografía de la niebla es obra de Peter Roome y se publica aquí con su amable permiso.